Los domingos son elegidos siempre por los asesinos para cometer cualquier homicidio. Nadie se imagina que un asesinato está ocurriendo si los pájaros ríen, insoportables, desde temprano. Ningún vecino escucha la sentencia ni las últimas palabras de quien ruega por su vida. El diario lanzado por el repartidor golpea la puerta con noticias vestidas de amarillo, sabiendo que al día siguiente deben vestirse de rojo. Pero ningún periodista se da cuenta de lo que pasa. Nadie escucha un llanto ahogado incapaz de romper ventanas. De llevarle una primicia así al editor, este se reiría en su cara. Lo llamaría pusilánime, débil. Un periodista denuncia crímenes inusuales, vistosos, que ostenten alguna huelga de hambre fallida o una cinta de celebridades jadeantes fingiendo que pueden hacer algo perdurable. La guerra les sirve mientras no sea resuelta, cuando hay niños obligados a crecer muy rápido, cuando un país puede costear salir en la portada. Cualquier tortura pasional resulta aburrida pues ocurre todo el tiempo. Esto sucede porque los editores tampoco se maravillan con atardeceres; si han visto un crepúsculo en un periódico, probablemente reportaba que el mundo se estaba acabando ante un matiz tan rosa o un cielo tan aplastante. A nadie le interesa.
Dentro de la casa, se hallaban el verdugo y su víctima. Ella chillaba, tratando de buscar opciones que la rescataran de la ineludible muerte. Él sostenía el arma entre sus manos como a un bebé, para hacerle ver que no había salida. La gente no entiende que asesinar a alguien exige un esfuerzo mental grande. No es sencillo tomar una decisión como esa. Los periódicos reportan asesinos como seres calculadores, aunque no se haya visto en este planeta un ser más desesperado. La sierra se empapaba de gruesas gotas. El verdugo, al ver a su sierra llorando también, se sintió más determinado. Las yemas de sus dedos presionaron ambos muslos de la víctima, como si precisaran palpar el orden, la piel, la realidad. Rodeaban las rodillas, sin tocarlas, midiendo el diámetro y calculando lo que debían cortar. Unos cuantos centímetros sonaban bien.
Tomó la sierra y presionó, mutilando con diligencia cada una de las piernas. Movía sus brazos de un lado a otro a pesar de las náuseas. No pensó que matar a alguien era similar a un trabajo pesado. El homicida quería finalizar la jornada para echarse a llorar hasta quedarse dormido; parecía que nunca iba a alcanzar el hueso y terminar con todo. Solo de sus ojos escapaban lágrimas calientes, estaba muy cansado; era el único inconforme con la gestión. Ella no decía nada, lo entendía. Un periodista hubiese reportado gritos y escribiría que la víctima murió al instante para no herir a su familia. La transacción, aunque simple, tomó casi cuatro horas. Nadie entiende que el muerto asimila que se está muriendo. Ningún vecino entiende que la víctima no lamenta morir. El asesino deja la escena porque ha causado suficiente daño. El editor tampoco sabe que regó las plantas antes de salir.
El cuerpo necesita ajustarse al pensamiento. Él le hace falta. Todo le hace falta. Todo lo extraña. La víctima siente lástima por sí misma antes de convencerse de que puede superar una pérdida como esta, o al menos vivir con la resignación de un amor irreparable e intenso. El cuerpo siente la ausencia. Ella ha perdido sus extremidades, las partes que hizo indisociables de sí cuando conoció a su verdugo. Duda que vuelva a caminar aunque desee hacerlo. Le ha quitado las piernas. El desamor suele desintegrar sueños compuestos: ya no podrán caminar juntos los dos.
Ninguna sección del periódico se atreve a decir que la víctima no es víctima, que disfrutó ser magullada, o que fantasea con la sangre y sus burbujas emergentes. El editor rechaza una historia donde se prefiere morir antes de salir ileso. Nadie entiende a los pedacitos gritones restantes ni al ruido hambriento, necesitado de cariño. Nadie sabe qué escribir.