Elogio de la inutilidad

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“No preguntarme nada. He visto que las cosa cuando buscan su curso encuentran su vacío.” 

Federico García Lorca en “1910”.

Hace un par de semanas, en el parque de Chapultepec, el retiro dominguero de Ciudad de México, se celebraron las jornadas de educación financiera, costeadas por el Ministerio de Economía y promovidas por un sinfín de instituciones de crédito y agencias de seguro. El objetivo era concienciar a los niños y adolescentes mexicanos de la importancia de endeudarse, de hipotecarse, de invertir en bolsa y de asegurar los ahorros. Los paneles informativos insistían en la relación entre futuro, madurez e inversión, con un mensaje sin aristas destinado a los padres de los asistentes: el éxito de su hijo depende de las finanzas familiares. Para los niños el reclamo era aún más zafio. Bob Esponja, Dora Explorada o Snoopy cantaban con una vistosa coreografía aquello de “I love soda, yo invierto en bolsa.” También había talleres para aprender a utilizar la tarjeta de crédito, videojuegos cuya recompensa eran billetes de imitación y teatros de marionetas en los que sus entrañables protagonistas contrataban seguros.

No pensemos que México está lejos, el espacio cuando hablamos de los imaginarios totalizadores del utilitarismo se reduce a una mera representación poética. En nuestro país, sucesivas leyes educativas ensimismadas en la formación de futuro capital productivo han reducido sustancialmente los estudios humanísticos para priorizar conocimientos económicos y pragmáticos. La educación de individuos con capacidad reflexiva y principios ciudadanos ha dado paso a la tortura de la empleabilidad y del emprendedurismo, que han reubicado la filosofía en odas al éxito y a las riquezas y a la historia en una sucesión de etapas oscuras superadas por el emprendedor y el crecimiento. El utilitarismo ha calado el sistema educativo hasta los huesos empezando por los docentes que, integrados en la lógica individual del pragmatismo, estamos sumidos en una carrera de puntos infinitos y pocas veces participamos en actividades que no reporten certificados o complementos autonómicos. (Quién esté libre de pecado…) Nos obsesiona la plusvalía, la noción de que cada acción generará algún tipo de beneficio, de valor añadido.

Este funcionalismo, tan bien reconocido por Nuccio Ordine o Martha Nussbaum para sociedades en crisis que han desmantelado en nombre de la recuperación económica siglos de bagaje cultural, condiciona nuestra capacidad para reconocer los instintos. Estamos programados para concatenar acciones útiles, identificadas por su rentabilidad económica o reconocimiento. Leemos, pensamos y trabajamos con estos fines. Cada minuto es una oportunidad para la rentabilidad cuantitativa que no podemos desaprovechar. Las artes o los conocimientos humanísticos nos distraen del camino de la competitividad o son lujos a los que debemos renunciar en aras de la prosperidad. Esta ceguera colectiva está dinamitando el conocimiento sobre las experiencias y expectativas de nuestra sociedad y, por extensión, el planteamiento de alternativas. El proceso tiene una amplia trayectoria: Montaigne ya se lamentaba que los alumnos de su época lograban declinar la palabra “virtud”, pero no sabían amarla ni abrazarla, lo cual les aportaba beneficios económicos pero escasas herramientas paraenfrentarse al abismo de la existencia humana. Hoy, la victoria de los principios políticos utilitarios ha convertido a los alumnos universitarios de humanidades en kamikazes matriculados en unos saberes inútiles, improductivos y prescindibles.

Los daños colaterales más visibles son la pérdida de nociones culturales e identitarias, la incapacidad de tolerar la frustración o el recluimiento del individuo en prácticas anestesiantes como el consumo o el entretenimiento digital. Pero no sólo se trata de un problema de abandono u olvido del bagaje acumulado de la cultura occidental, sino del alumbramiento de una nueva variante de humanidad, utilitarista, desprovista de elementos simbólicos y de significantes. Es el paraíso jamás soñado por los burócratas: nuestras aptitudes y saberes son el resultado de un enunciado, no condición preexistente al certificado.

Los agentes culturales nos hemos refugiado tradicionalmente en discursos autocomplacientes basados en la redención individual. El mundo podía irse a pique mientras nosotros degustábamos Los Ensayos o el Juan de Mairena. Nos consolaba saber que pertenecíamos a un selecto e invisible club que cultivábamos los saberes sin apenas encontrarnos y quemábamos ofrendas a la belleza, a la curiosidad y al desarrollo del espíritu. Esta estrategia fracasada ha dejado a la intemperie de políticas antropófagas e irresponsables los conocimientos y las prácticas humanísticas. Quizá haya llegado el momento de sustituir el escudo por la espada y emular a Attillio Maggiulli, quien el 23 de diciembre de 2013 en París empotró su coche contra el Elíseo para llamar la atención sobre el desprecio general del gobierno por la cultura y en particular por su proyecto Théâtre de la Comédie Italiénne. El conjunto de saberes que nuestro tiempo ha denominado inútiles es fundamental para la perpetuación de modelos sociales reflexivos y críticos, para comprender el entorno al margen de las lógicas utilitarias. El arrinconamiento de las humanidades nos deja a la intemperie de discursos nacionalistas, xenófobos, sin memoria ni herramientas de contestación, abocados a un continuo presente, donde las estrategias de seducción política y mercantilista encuentran el campo expedito para su extensión. Corresponde a los anónimos cultivadores de los saberes inútiles contrarrestar los imaginarios dominantes y propiciar un renacimiento que asiente nuestra sociedad en cuestiones más trascendentes e integradoras que la mera utilidad, principio que desde Cervantes a Theóphile Guatier o Leopardi ha sido combatido por su rotunda capacidad para multiplicar la estupidez humana.

España saqueada

 

CánoVas del Castillo

CánoVas del Castillo

De todas las historias de la Historia

sin duda la más triste es la de España,

porque termina mal. Como si el hombre,

harto ya de luchar contra sus demonios,

decidiese encargarles el gobierno

y la administración de su pobreza.”

Jaime Gil de Biedma.

                 

A todos los salvapatrias de ínfulas, bandera y conmemoración convendría recordarles la historia de Milo Minderbinder, teniente de la 27ª división aérea de los Estados Unidos destinada en Europa en la II Guerra Mundial. Cuenta Joseph Heller en Trampa 22 cómo Milo se enriqueció durante el conflicto vendiendo ilícitamente toda clase de bienes del ejército en los puertos mediterráneos. Sus pingües negocios privados conseguidos por el contrabando de lo público fueron justificados en clave nacionalista a partir de la consagración de la corrupción como modelo político: si Milo se enriquecía, indirectamente estaba favoreciendo a los Estados Unidos, pues la riqueza del país radicaba en la prosperidad de sus conciudadanos. Con esta lógica, tan familiar para todos los patriotas y padres de la Constitución con números en Suiza, el teniente hizo millones jugando con la vida de miles de soldados norteamericanos. En una ocasión vendió como alimento a sus tropas un algodón incomestible. “Si te metes en algún lío, di que la seguridad del país requiere una industria fuerte en especulación con el algodón de Egipcio”, lo que en términos macroeconómicos y geoestratégicos implicaría una Norteamérica mucho más fuerte. Envenenar y empobrecer a tus soldados a costa del beneficio individual se convertía en un acto nacionalista en la lógica Milo. Llegó al extremo de facilitar coordenadas a los bombarderos nazis para que destruyeran posiciones aliadas. Sus confidencias costaron millones de dólares y miles de vida. En el juicio por traición fue absuelto porque convenció al tribunal que sus acciones fueron un sacrificio patriótico para estimular la industria norteamericana.

El teniente Milo, con diferentes formas y siglas, se presenta a las próximas elecciones y, si las encuestas no se equivocan demasiado, saldrá elegido presidente del Gobierno y jefe de la oposición. Con nuestro voto dotaremos de legitimidad un sistema corrupto e inmoral, refugiado en discursos patrióticos -¡que viene Venezuela!- que los medios jalean para que la ruleta rusa del bienestar no dirija el cañón al que aprieta el gatillo. Ha ocurrido en Andalucía, en Cataluña y el desastre se consumará a nivel estatal. Sucesivamente han sido reafirmados en las instituciones partidos, líderes y conductas criminales, cundiendo el mensaje de la impunidad. En la raíz del discurso político ha estado la cuestión nacional, la patrimonialización o personificación de la identidad, cuando en realidad nos estábamos jugando la victoria electoral del patriotismo Milo.

Encontramos en el último siglo decenas de ejemplos significativos que por vergüenza cívica deberían conducir a la desaparición o reformulación de determinados partidos políticos y sindicatos. Que “Luis, se fuerte” vuelva a presentarse con opciones reales de victoria nos tendría que ruborizar. Como ironizaba El Roto, no votamos, fichamos. Esta democracia-show, tan vulnerable por los imaginarios del terror, el consumo y el desencanto, ha perpetuado el saqueo nacional, demonizando a todo aquel que lo ha cuestionado o denunciado a partir de la lógica nacional.

Cánovas del Castillo, en vísperas de la debacle militar en Cuba y Puerto Rico, afirmó en el Congreso de los Diputados que España emplearía la sangre de su último hombre y gastaría su último céntimo en conservar aquellas provincias. Por supuesto, no se refería a sus propios hijos ni a sus céntimos. Cuando evocaba a España, hablaba del pueblo doliente, de obreros y jornaleros sin recursos económicos para escapar del infierno. Esta España, henchida de patriotismo, debería seguir luchando, agonizando y muriendo por la España mínima que se enriquecía con el comercio transatlántico. En 1919, los conservadores llamaban a reforzar el somatén y la violencia de la Guardia Civil para que en nombre del Dios de España, la (su) familia y la (su) patria, dispersasen a tiro limpio las masas de pobres que rebuscaban bellotas en el suelo o reclamaban mejores derechos laborales. Un ritual de sangre y luto que reconstituiría la nación española en contra de sus habitantes. El mismo que protagonizó Franco décadas después, al iniciar una guerra sin recursos y acabarla con ríos de sangre y oro en sus caudales. He ahí un patriota.

La complicidad y legitimación del saqueo es el gran fracaso de la democracia de nuestro país. La crisis está en las papeletas que depositamos, no en las instituciones. No es extraño que el Juan de Mairena no sea leído ni entendido en los horizontes culturales del patriotismo de pulsera y comisión: “Si algún día tuviereis que tomar parte en una lucha de clases, no vaciléis en poneros del lado del pueblo, que es el lado de España.” El 20D nos han convocado para votar por España, por Cataluña, por la Constitución o por la Autonomía, principios vagos que esconden los beneficios privados de todos los Milo que convierten intereses personales de clase en problemas nacionales. Por ello hemos rescatado a la banca sin intereses y hemos perdido espacio en colegios y hospitales.

Y una vez más, por la España gris, corrupta y traidora, por un erróneo sentido del patriotismo –que no es más que admiración por el cacique y anhelos de burguesía con hambre- refrendaremos en el poder a aquellos que van a enviar a nuestros hijos a morir en Siria, a lavar platos a Londres o a pedir limosna con una factura de agua a los servicios sociales. Y la culpa será nuestra y nos lo mereceremos, porque cuando tuvimos oportunidad votamos a Milo. Llora, España, que lo tuyo es llorar.

                  

The New Experience

Los individuos nacidos en los tiempos líquidos rendimos culto a lo “new.” New look, new body, new style of life, new city, new friend, new job y new experience.

Los constructores de la globalización neoliberal se han esmerado en transformar los arcaicos modelos de identificación local y global. Para pertenecer al modelo, para sentirse individuo y no caer en la invisibilidad social, cada uno de nosotros debe rendir culto al change: no conformarse con el mismo trabajo, ni la misma pareja, ni las mismas aficiones, ni residir en la misma ciudad o casa.

La clave está en el deseo de cambio constante. La rutina y la comodidad son sinónimos de arcaísmo, de atraso cultural. Los buscadores de new experience consideran que la felicidad radica en la cata constante de nuevas sensaciones. La ética de la sociedad de consumo de productos, personas, ideas y experiencias acelera los procesos de renovación y de obsolescencia para introducir el consumo de tiempo y ocio en una espiral sin salida, una droga que exige una dosis cada vez más frecuente. El modelo de vida líquida, basado en la movilidad permanente, rechaza la permanencia o la perdurabilidad por tratarse de elementos inútiles para la producción de experiencias new.

Para tener acceso a la new experience hay que pertenecer al exclusivo mundo de los privilegiados de la mundialización. El principal marcador que diferencia las élites financieras de la pobreza hipotecada no radica en la posesión de bienes, si no en todo lo contrario, en la capacidad de deshacerse con facilidad, en la filosofía de desechar productos incluso antes de su adquisición y en la apremiante necesidad económica de cambiarlos por otros, más new que los anteriores.

Quedarse obsoleto, anclarse a una ciudad o a un puesto de trabajo, se considera un fracaso, la entrada directa al defenestrado grupo de los parias. El poder del siglo XXI se mide por la capacidad y libertad de movimiento, no por el control del territorio. La inmensa mayoría de la población mundial no tiene pasaporte o VISA de crédito para salir de su tierra y lanzarse a la cultura del mestizaje, de las new experience, de las bodas indígenas, la meditación oriental, la danza tribal, la moda étnica, los ritmos salvajes, las prácticas ancestrales, etc.

Las experiencias híbridas que practican las élites se han asentado como modelo óptimo de producción cultural -¿cosmopolitismo?-. De entrada, han acabado con ideales como la estabilidad, la rutina, la seguridad, el anclaje a un territorio, el cobijo familiar y las costumbres locales (convertidas en folclorismo turístico). La capacidad de buscar la individualización a través de lo new marca la diferencia entre los que están en el centro, en movimiento, y los relegados a la permanencia.