Começo pela paisagem

Começo pela paisagem e termino no cultismo. É muita coisa a acontecer. Muita gente em meio mundo. Mãos que juram felizes. Dedos abrindo em festa. Muito mosquedo para coisa nenhuma. Aqui na terra santa, coisa muito inevitável, amortece-se. Mas deixe-se o povo soer. Deixe-se o povo escolher. O malho. O cano. O pão escuro. A própria mão. Ter maneiras. Ter até religião. Ou não seriam os deuses as circunstâncias e esta cadeira existir porque nos sentamos nela. Está neste assunto há mais tempo que vocês e nem ruga do peso. Deixe-se, coisa mais natural, que aconteça as ruas sozinhas e a nossa solidão sem vizinho. Deixe-se anoitecer e por curiosidade amanhecer. Puxe-se o cobertor do orgulho para o grande não. Puxe-se quando sim o bendito o gatilho. Não se suicide quem não. E esteja pronto para vestir preto o diamante. Porque diamante bebe-se perfeito. Há-de bater certo e a direito. Mas ah (abrindo a boca) a esperança é a de que um dia isto se ponha à briga ou seque e palha para que vos quero! Não nos falte turfa para acender. Isto ou a tesão de mestre indo ao focinho de certos quantos. Faz sinal. Faz ouro. Faz fisgas. E fogueteiros para dentro. Ou põe-te bicudo e bate sóbrio nesta marchinha sempre em frente. Se te queres rodear de belos e novos e belos e justos põe-te à porta do escritório, põe-te fila no anúncio: “Perderam-se chinelos que avançavam ternamente e vontade de rir. Dá-se corpo. Enganei-me no mundo, quero surgir — p. s. Noutro. sff.” Muda de água ou de flores ou de vinho. Muda-te para onde nada exista, beija o cínico na testa, leva-o a ver o mar ou leva esta moral de risinhos para a sua própria cama. Ter-te-ás por certo ultrapassado na grande novidade do teu evento puro, analfabeto. Ou ter-me-ias poupado a essa evidência de me comeres com o sorriso. Falta-te um dente. Falta-me inclinação para te dizer. Que não será diferente. Isto. O mundo. Isto. Que eu que tão cego como tu tenho ao léu um corpo grande com força deslocando-se para outro. Para o teu, por exemplo. Não sei que palavra sublinhe. Escândalo? Doente? Abre o leque de linho e abana-te. Estão quarenta e três graus de luto asinino e avizinha-se outro tanto. Digo-te eu que tenho a fatalidade da visão embora os prédios em frente. Está um grande febrão metafísico. Em breve será a miséria a inteligente, e a inteligente a magoadinha. Por isso te digo que não serás amável, se não for com a esquerda que entras e comes, com ela limpa. Mas convido-te para a ceia. Passará pelos teus lábios líquida como se te pusesse em ombros em pé no cinema. Bebo ao futuro disso. À saúde das mãos lucidamente inimigas. À época triste nisso. Às tuas cãs, às minhas. Ao triunfo do lixo. À tua barriga anunciando a hora. E há qualquer coisa nisto que chora, mas pouco. Brinco ao fumo eu que fumo muito e não desisto. Tenho dois pulmões e agora que a Primavera. Danço até ao fim da perna. E a minha termina em forma de casco bicho.

TRÊS POEMAS HÚNGAROS (2)

caçar não sei e já confesso:
fraquejo de arco em punho
sou mão de lenta lança
recolho só à flor da erva
o fruto de baga rubra
ossadas de musgo e ouro
galhos para uma fogueira

nas cercanias de szatta
que é nome de nítida aldeia
tanto achado como perdido
nos desvios do bosque escuro
onde testei a resistência
de pau lançado a tronco
e peito à fúria dos dias

 

Nota: o primeiro poema desta série pode ser encontrado aqui.

El asco

“En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día el suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz.”
- Jorge Luis Borges, Enma Zunz
 

Las náuseas comenzaron en cuanto el hombre se le acercó. Los esfuerzos por aparentar normalidad, como si aquello lo hiciera todos los días, le revolvieron el estómago. Enseguida se arrepintió de su mala elección porque, nada más acercarse, el olor a tabaco y a ron le pareció nauseabundo. Debió elegir al muchacho joven que la miró con asombró cuando ella se le insinuó. No lo hizo porque se imaginó que aquellos ojos y el aspecto desvalido no encajarían con sus propósitos. Ahora lo lamentaba en parte, aunque enseguida apartó sus pensamientos cuando recordó el motivo que la había llevado hasta allí. Las náuseas eran reales y temía vomitar en la calle, o peor aún, en la pensión y suponía el olor que dejaría en la ya de por sí poco grata habitación que había alquilado una hora antes. Se mordía los labios como si con ese gesto pudiera contener el vómito. Además aquel hombrecillo repugnante, al que minutos antes había provocado para que se fijara en ella, murmuraba en un lenguaje soez que apenas podía imaginar que existiera.

Pero ya todo estaba en marcha, aguantaría las arcadas y llevaría el plan a término. Era un pequeño sacrificio comparado con el gran sacrificio. Era necesario que después todos la creyesen, por eso era importante el asco, el odio, la repugnancia, incluso las náuseas; sería tan real cuando ella contase su verdad que nadie pondría en duda su palabra.

Los hombres en general, excepto su padre, le inspiraban una especie de temor y asco a partes iguales. A pesar de la precocidad de sus compañeras en la fábrica y de sus propias amigas, ella a los diecinueve años continuaba siendo virgen, ni siquiera se había besado en los labios con algún muchacho. Sus amigas cuando hablaban de sus novios o sobre relaciones, nunca se molestaban en preguntar a Emma ni esperaban que ella dijese nada: nada podía contar sobre temas de esa índole, su desconocimiento unido a su desinterés la convertían en la persona más aburrida y anodina en cualquier asunto relacionado con el sexo masculino.

Cuando se encontró en el minúsculo espacio de la habitación con el hombre que ella misma había elegido, las náuseas dieron paso al vértigo. La habitación comenzó a dar vueltas. El hombre ya había empezado a desabrocharse el cinturón. Entonces Emma recordó algunas de las historias que había oído contar sobre prostitutas y venciendo la vergüenza le señaló al hombre la mesa sobre la que descansaba una palangana y una toalla. El hombre soltó una risotada que retumbó en toda la habitación y que a Emma le pareció que debió oírse al otro lado de la calle.

- Claro, claro, tengo que lavarme primero, cómo no, ¿no quieres lavarme tú?, para asegurarte de que lo hago bien –según habló, el hombre fue sujetándose los pantalones ya desabrochados, y cuando estuvo frente a la mesa se colocó dando la espalda a Emma, que sólo escuchó el chapoteo breve del agua. Al volverse hacia ella, pudo contemplar por primera vez y con horror aquello de lo que había oído contar tantas historias. Lo que pasó en la habitación los siguientes diez minutos quedó guardado en su memoria durante días.

El hombre dejó el dinero sobre la mesilla de noche y en cuanto hubo cerrado la puerta, Emma se incorporó y en un arrebato de soberbia rompió los billetes sin mirarlos. A continuación se vistió y salió a la calle. El plan seguía su curso. Su padre merecía este sacrificio, su muerte sería castigada y ella era la que iba a impartir justicia.

Llegó puntual a su cita. L. ya la esperaba, ansioso por conocer la información que la joven trabajadora se había prestado a facilitar. Cuando Emma estuvo frente a él,  el asco infinito que sentía por lo que acababa de sucederle la ayudó a sujetar el arma y descargar dos balas sobre el hombre que había causado la desgracia y posterior muerte de su padre.

Tal y como había supuesto, todos la creyeron. Su rabia, su dolor, su repugnancia, su vergüenza, todos los sentimientos fueron reales cuando contó que el gerente de la fábrica la había citado con cualquier excusa para abusar de ella y violarla, con una diferencia en la identidad y en la hora, imperceptible para todos excepto para Emma.